lunes, 5 de octubre de 2009

La fiesta


Aquella era, sino la última, una de las últimas de toda la comarca.

Mientras el resto de pueblos bullían a mediados de agosto en honores a las diferentes vírgenes, en aquel recóndito lugar se veneraba un cristo cuando el verano ya había muerto.

La gente del lugar se refería a ella con mayúsculas, era LA FIESTA, eje sobre el que giraba cada año la cotidiana y lenta vida. Intentos vanos, como las frustradas “fiestas del turista” programadas en plena efervescencia vacacional, habían puesto de manifiesto que, aunque a trasmano, la auténtica siempre sería aquella que, el último domingo de septiembre, transformaba el pequeño pueblo.

Aunque estaba impregnada, como todas, de un carácter religioso para mi este aspecto pasaba desapercibido porque gracias al sacerdote local la fe, que se supone debería haber tenido, fue rápidamente fulminada por semejante individuo cuyo valor como persona era nulo; ya se sabe que una cosa es predicar… y otra dar trigo.

En las despedidas con los veraneantes la pregunta obligada era “¿vendrás a LA FIESTA?” y la respuesta escondía muchas esperanzas que tarde o temprano acababan desapareciendo.

Los recuerdos de las fiestas que soy consciente de haber disfrutado no son muchos, las expectativas de diversión cada año eran superiores con respecto a ediciones anteriores, y la decepción, cada vez más grande…

Cuando por motivos evidentes tuve que salir de allí para forjarme un futuro con mis estudios descubrí que el mundo era mucho más amplio que todo aquello y me resultaba muy deprimente regresar para contemplar aquellos peinados de domingo, aderezados con los vestidos de gala de siempre que, con lo forzados que lucían, ponían de manifiesto que ese no era el estado natural de la infeliz que, con tanta ilusión como mal gusto, se había acicalado para la gran ocasión.

En el baile me producía grima ver a las ancianas sentadas en sillas aguantando estoicamente hasta el final con el único objetivo de cotillear, criticando la orquesta por el escaso número de pasodobles que tocaban y que, a veces, se animaban a bailar entre ellas. Su cara no reflejaba el más mínimo atisbo de felicidad y parecía que aquello era más una obligación que otra cosa.

Los festejos comenzaban el viernes y concluían el lunes y, aunque el día grande era el domingo, la auténtica esencia se disfrutaba el sábado, gente por todos lados, carreras delante del toro enmaromado, atracciones que llenaban la plaza, fuegos artificiales, peñas en las que disfrutabas de todo el alcohol que deseases, mucho desfase y ganas de aguantar hasta el amanecer, amores de una noche y… resaca de domingo.

La desbandada obligada de los foráneos dejaba en desventaja el panorama de la noche dominical y prácticamente el pueblo era el mismo desierto de siempre la noche del lunes que solamente disfrutábamos, si se puede así decir, los locales. De esa noche de ridículos petardos se alimentan mis peores recuerdos, la evidencia de las ilusiones rotas, la conciencia de resumirlo todo en “una fiesta más”, la constatación de la falsedad del decorado tras las bambalinas, la sensación de sentirme fuera de lugar…

Decidí no volver jamás a la fiesta, ahora soy yo a quien preguntan “¿vendrás este año?”… y siempre la respuesta es parecida, dejando un leve resquicio a la esperanza para quien pregunta de corazón, sabiendo que cada cual vive a su modo y no es conveniente chafar las ilusiones de los que no piensan como yo.

Vivo lejos del pueblo, todo atrás quedó, soy feliz y alcancé muchas metas, me procuro paz mental e intento que cada una de mis noches sea una fiesta, pero una fiesta, de verdad…